Numancia: la resistencia heróica

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El foro estaba repleto de romanos que vitoreaban a los triunfantes legionarios. Nadie quería perderse una ocasión como aquella. Toda Roma había sido decorada con guirnaldas y pendones, y las fachadas de los templos habían sido limpiadas, pintadas y engalanadas para el desfile.

Por las calles cubiertas de pétalos de flores y ramitas de romero avanzaban en cabeza los signíferes, portando los estandartes de plata de las legiones acompañados de una guardia de honor; detrás, erguido sobre una cuádriga dorada tirada por magníficos corceles blancos, el dos veces cónsul Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano Numantino lucía su corona de laurel que su mejor esclavo sostenía sobre su cabeza al tiempo que le recordaba que no era más que un mortal.

Era difícil creerse las palabras del esclavo cuando la ciudad más poderosa del mundo te aclamaba de ese modo. El pueblo le veía como un digno heredero de la estirpe de los Cornelio Escipión, aunque muy pocos se paraban a pensar que, en realidad, era hijo adoptivo de la legendaria familia. Publio había decidido hace mucho tiempo que él le añadiría más leyenda aún a los escipiones.

Detrás del cónsul desfilaban varias cohortes de los más destacados soldados de sus legiones, y cerrando la marcha caminaban cabizbajos unos cincuenta prisioneros capturados en el sitio de Numancia. Tras ellos, unas cuantas carretas transportaban el botín de guerra; un botín tan escaso que el propio cónsul había tenido que rellenar los carruajes con sus propias pertenencias. De los cautivos, la mayoría eran niños y niñas que no superaban los doce años; aquellos a los que sus padres no habían tenido el arrojo suficiente de matar antes de verles esclavos de Roma. A pesar del cautiverio se les había tratado bastante bien. Su estado era tan lamentable cuando les encontraron vagando entre las ruinas humeantes de la ciudad celtíbera que muchos murieron víctimas del hambre y las enfermedades antes de poder ser exhibidos en el desfile. En las miradas de aquellos impúberes prisioneros aún se distinguía el pavor de todo lo vivido, el recuerdo de las privaciones, del salvajismo del asedio, de la visión de sus familias muertas y sus casas quemadas.

No había honor alguno en aquel desfile triunfal. No se conmemoraba ninguna batalla, ninguna gesta gloriosa, ningún acontecimiento heróico. Escipión Emiliano llegó a Numancia dispuesto a rendir a la ciudad de los Arévacos por el hambre, y lo hizo con precisión milimétrica: Rodeó la ciudad de campamentos y murallas impidiendo la salida de sus habitantes y la entrada de ayuda exterior; atacó con saña a las tribus vecinas para que se les quitara de la cabeza la idea de ayudar a su presa y luego se sentó a esperar a que los numantino se murieran solos. Esperaba que, ante lo inevitable de su destino, decidieran rendirse a Roma y entregar la ciudad, pero no había previsto lo que harían en realidad los numantinos en aquellas terribles circunstancias.

Tras meses de asedio, cuando la escasez de comida dio paso a la inanición, cuando beber el agua de los pozos envenenados por el enemigo significaba la muerte, y la poca que quedaba almacenada en los aljibes se distribuía en las últimas y pequeñísimas dosis, los habitantes de Numancia llegaron a la conclusión de que era preferible la muerte a la esclavitud, y prendieron fuego a la ciudad para no dejar al enemigo más que escombros como botín. Cuando al amanecer empezaron a distinguirse densas columnas de humo que salían de la ciudad sitiada, los centinelas romanos dieron la voz de alarma desde las torres de vigía. Horas más tarde, los primeros legionarios llegaban hasta el pie de la muralla de Numancia y encontraban las puertas de la ciudad abiertas.

Dentro era el caos. Los numantinos se habían estado dando muerte unos a otros durante toda la noche en una terrorífica algarabía de gritos, llantos y sangre. En el suelo de las calles yacían madres que habían degollado a sus hijos antes de abrirse ellas mismas el vientre; muchos hombres se habían asesinado por parejas, lanzándose uno sobre la espada del otro y viceversa. Numancia era una ciudad fantasma donde miles de muertos esperaban que el tiempo les convirtiera en polvo. Triste consuelo era pensar que ese mismo tiempo haría lo propio con sus arrogantes enemigos, aunque no dejaba de ser un consuelo después de todo.

Los romanos se vieron impotentes ante aquella destrucción. No habían vencido a sus enemigos, y sin embargo, habían creado una leyenda que sobreviviría a la misma Roma. Los pueblos de Hispania tomaron buena nota de lo sucedido en Numancia, y conocieron el carácter implacable y despiadado de aquellos que decían traer la civilización a sus tierras. Todavía faltaba más de un siglo hasta que Roma pudiera vanagloriarse de haber sometido a toda Hispania, y ello sólo tras cruentas guerras y el exterminio de muchas otras tribus. Hispania se había convertido en la pesadilla de las legiones romanas.

Les costó reunir a los suficientes prisioneros como para lucirlos en un desfile triunfal, pero ahí estaban: unos cuantos niños arrastrados por las calles de Roma como perros, demostrando que el poder de la ciudad de las siete colinas alcanzaba a todos los que osaran oponerse a su dominio. El pueblo romano aclamaría a los triunfadores aun a sabiendas de que habían cometido el más abyecto de los crímenes.el ojo del tuerto

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